Colombia es un país donde la muerte se disfraza de silencio. Donde los cuerpos no solo caen, sino que desaparecen. Se los traga la selva, los oculta la guerra, los arrastra el río. Y en ese río, el Magdalena, también viajan las ausencias. Cuerpos sin nombre, sin historia, sin despedida.

En Puerto Berrío, Antioquia, esos cuerpos llegaron por cientos. El cementerio no los esperaba, pero tampoco los rechazó. Lo que comenzó como una tragedia se transformó, poco a poco, en un gesto inesperado: adoptarlos. Darles nombre. Pintar sus tumbas. Llevarles flores como si fueran parte de la familia.

Los primeros capítulos de Los Escogidos no hablan de héroes ni mártires. Hablan de gente común: sepultureros, madres, niñas, pescadores. Personas que, frente a la barbarie, eligieron no mirar a otro lado. Eligieron no permitir que esos muertos se perdieran también en la memoria.

Y lo más fuerte no es el acto. Es el sentido. Porque, mientras muchos prefirieron olvidar, este pueblo se aferró a la idea de que toda vida aun la que nadie reclama merece ser recordada. Aquí no importaba el nombre real ni el pasado del muerto. Importaba el presente del gesto. La decisión de no dejar que el río también se llevara la dignidad.

No es justicia. No es reparación. Pero es algo. Es humanidad en medio del desastre. Una forma de resistir que no necesita armas ni discursos. Solo flores, oraciones y cuidado.

En un país cansado de contar víctimas, esta historia enseña otra forma de memoria. Una que no se grita, pero que permanece. Que no juzga, pero acoge. Y que, sobre todo, no deja que nadie se pierda del todo. Ni siquiera en la muerte.

Bibliografía:

Nieto, P. (2012). Los escogidos. Medellín, Colombia: Sílaba Editores. https://auladigital.upb.edu.co/pluginfile.php/1441426/mod_resource/content/1/LIBRO-LOS%20ESCOGIDOS-AUTORA-PATRICIANIETO-2012.pdf